DIARIO DEL DESTIERRO

23 de marzo.
Es nuestro decimoquinto día en la sabana, y el cuello de jirafa salado que nos dieron en la aldea ya se está acabando. Cuando salimos, eran necesarios ocho hombres para transportarlo, hoy solamente tres, y todos tenemos mucha sed. No hay árboles que nos provean frutos para apaciguarla, y los escasos charcos sólo ofrecen larvas y disentería.
Por las noches rondan las hienas, y tenemos que prenderle fuego a nuestros utensilios para mantenerlas a raya. Casi nada nos queda; se fueron las tiendas, las literas, las botas y las alforjas de cuero, los sombreros y el mapa.

26 de marzo.
De la jirafa, sólo unos restos que nadie se anima a probar. Esos negros deben estar riéndose de nosotros. Al atardecer hicimos un círculo con nuestras ropas alrededor de una gran roca y nos recostamos desnudos en ella. Antes de que bajara el sol ya podíamos distinguir los treinta verdugos deformados por el calor, el horror y la sed. Sesenta ojos anaranjados que, lejos de acechar, aguardaban algo más que seguro.
Regamos los trapos con la última bencina y los prendimos con los últimos fósforos. Poco duró.
Los últimos de nosotros nos empujábamos por turnos a las fieras, libres ya de órdenes y jerarquías. Fui el último vencedor, y conservé relativa calma hasta el final. La suficiente para apagar estas hojas chamuscadas y confiar mi alma al Todopoderoso.

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