MARÍA Y ENRIQUE

Además del olor a patas, a culo, a vino y a sábanas pringosas, flotaba en el aire la sensación de que algo no estaba del todo en su lugar. Al contrario de otras veces, cuando Sheyla mostrábale ausencia y falta de interés, Enrique percibió un cierto nerviosismo mal disimulado en sus manoseos esa tarde. Cuando se le acostó al lado en vez de irse a baldear la chucha con permanganato, le vino como un frio en la espina. Buscó alrededor, desesperado atrás de los puchos. Seguro que le iba a decir que estaba embarazada, o que tenía sida. Seguro, se la venía venir. Manoteó el pantalón al lado de la cama, ganó el paquete y los fósforos sin sacarle los ojos de encima, miedo a que le clavara las palabras por la espalda. Prendió uno y sacudió el fósforo una vez, sin dejar de mirarla. Fumó y la observó largo rato; nada dejaban transparecer las facciones severas de muchacha del campo, sólo (y sólo tal vez, allá en el fondo) un atisbo de preocupación sobre cómo Enrique iba a reaccionar. Ni eso.
Enrique habría comparado su expresión vacía con un signo de interrogación, si hubiera sabido lo que eso significaba. Prefirió darle en su cabeza el nombre de “cara de nada”.
En ese instante, ella le pedía el pucho con una seña; él se lo acercó a su mano súbitamente temblorosa. Pitó hondo, como para cobrar coraje, miró a través de las cortinas del cuartucho y desistió de revolver en las palabras:
-Te quiero, Enshique; ievame con vó.

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